Llevamos ya muchas décadas inmersos en
el neoliberalismo, la ideología política y económica que aboga por
privatizar todo lo público, permitir la libre circulación de
mercancías y capitales entre las naciones (lo de la libre
circulación de las personas ya es otro asunto...) y adelgazar hasta
el mínimo imprescindible la estructura del estado. Tanto tiempo
llevamos viviendo esto que la mayoría de la gente ya ha asumido que
la realidad es así, y que siempre ha sido así. Pero resulta que eso
es mentira: viene desde los años 70, aunque tuvo una versión
anterior (el liberalismo) que provocó dos guerras mundiales y
recesiones sin precedentes allá a principios del siglo pasado.
Las políticas neoliberales comenzaron
a aplicarse en el Chile de Pinochet, o en la Argentina de Videla. Dio
el salto con Margaret Thatcher y Ronald Reagan, y desde entonces se
ha convertido en la ideología hegemónica. Apenas cincuenta años, y
el neoliberalismo ha cambiado el mundo. Conquistas como la sanidad
universal, la educación pública o los derechos laborales han sido
dinamitadas en mayor o menor grado en casi todas las naciones del
mundo. El omnipresente poder de los estados que todo el mundo asumía
en la Europa de posguerra ha sido sustituido en la realidad y en las
mentes de las personas por el omnipresente poder de las corporaciones
transnacionales.
Una de las premisas básicas del
neoliberalismo es quebrar el poder sindical: la auto-organización de
los trabajadores y trabajadoras y el poder de la negociación
colectiva eran completamente antagónicos al poder desmesurado que
esta ideología quería dar a la empresa privada. Dejar a los
trabajadores y las trabajadoras en un estado de indefensión frente a
la patronal era indispensable para esta ideología. Y lo lograron,
vaya si lo lograron. Margaret Thatcher aplastó a los sindicatos
mineros en los años 80, lo que marcó el toque de difuntos del
sindicalismo. Desde entonces en todas partes los sindicatos han sido
sobornados y corrompidos por la patronal, forzados a aceptar las
condiciones más vergonzosas para las trabajadoras y los
trabajadores. El descrédito de las organizaciones sindicales (al
menos de los sindicatos de masas) ha sido algo generalizado en las
últimas décadas, hasta el punto de que ha bajado enormemente la
afiliación. Esto se ha traducido en destrucción de derechos
laborales, claudicaciones y muy pocas huelgas generales (el
instrumento último de lucha sindical contra la patronal).
Estamos viviendo un proceso similar y
paralelo con la llamada “clase política”, que aunque se deja
sentir en casi todas partes del mundo, en el estado español es
especialmente sangrante: la corrupción desenfrenada de nuestros y
nuestras representantes públicos, en particular de los dos grandes
partidos políticos que se han turnado en el poder desde la
transición. No es algo nuevo, no se trata sólo de la Gurtel,
Fernández Díaz y Bárcenas: recordemos a Luis Roldán, a Mariano
Rubio, recordemos al “Señor X”. No se trata de manzanas
podridas: el mismo sistema está pensado para permitir y favorecer
esos comportamientos, y la ciudadanía ya ha asumido que las personas
que entran en política lo hacen para lucrarse, que “eso es así”
y que “todos (y todas) son iguales”.
Esa perniciosa idea se ha infiltrado en
las mentes de la ciudadanía, y tiene un grave peligro: por
definición, los representantes públicos son elegidos
democráticamente por el pueblo para que lleven a cabo las políticas
de sus programas. Pero se ha asumido que “ningún partido cumple
nunca con los programas”. De modo que votamos rostros, votamos
logos y votamos colores. Y hemos acabado despolitizados (y
despolitizadas).
Ahora una nueva idea se está
infiltrando en la opinión pública, con mucha fuerza: tiene que
haber gobierno ya. No podemos esperar más. Pero esta idea pasa por
alto muchas cosas: tiene que haber gobierno, pero ¿qué gobierno?
¿Qué políticas va a implementar ese gobierno? ¿Vale acaso
cualquier gobierno para la ciudadanía? ¿Nos sirve un gobierno que
siga aplicando las políticas neoliberales de privatización salvaje?
¿Nos sirve un gobierno que destruya derechos y libertades por medio
de leyes-mordaza? ¿Nos sirve un gobierno que trocea los empleos (y
los sueldos) para maquillar las cifras del paro?¿Nos sirve un
gobierno que aplique un recorte brutal al estado del bienestar, como
recomienda Bruselas? ¿De verdad la prioridad es que haya gobierno,
el que sea?
Necesitamos un gobierno que no se
arrodille ante la troika, el IBEX35 y las demás transnacionales, un
gobierno que no asuma como inevitables los principios del
neoliberalismo, y que haga política para la mayoría de la
población, tan castigada por la crisis económica, la precariedad
laboral, los recortes sociales y en general todo aquello que trae
aparejado esa perniciosa ideología. Necesitamos un gobierno que nos
inste a recuperar nuestros derechos y libertades, luchando en las
instituciones, pero también en las calles. Lo que necesitamos, sin
duda, es un cambio de modelo. Veremos quién apuesta por ese cambio,
y quién quiere continuar con el mismo sistema.